Prioridades y decisiones

Imagen

Sobre mi venida a UNAM para estudiar la maestría es habitual que me pregunten si lo hice por imitar a una persona o por seguir la recomendación de otra, siendo honesto diré que no. Ese tipo de cuestiones no están en mi mente.

Alguna vez estuve en la disyuntiva de titularme rápidamente en licenciatura merced a la invitación de un amigo a su proyecto, pero justo ese era el problema, no era mi proyecto, y con ello no quiero decir que fue por una cuestión de orgullo, si no simple y sencillamente porque no era de mi agrado el tema, no había una apropiación personal del mismo. No lo razoné a profundidad pero algo instintivo, primitivo, básico, me orilló a negarme. Tampoco negaré que en algunos momentos pensaba si no me había equivocado en mi decisión (por la cuestión laboral y por ende la económica) pero sucesos posteriores a lo largo del tiempo (no me extenderé en ello porque eso ya corresponde a la vida de otras personas) me confirmaron en lo correcto de mi decisión.

Continué con otro proyecto que me trajo mayores satisfacciones pero igualmente la inviabilidad del planteamiento original me hizo perder interés y por muy buena información que habíamos reunido renuncié a él; era una idea muy buena y oportuna ya que hacía referencia a la discusión que se estaba incrementando sobre el uso del tiempo libre en las sociedades modernas, hoy día es una cosa muy habitual.

Acabé titulándome con un tema que si bien estaba enquistado en una teoría que no me sonaba mucho que digamos y en una temática principal que tampoco era de mi máximo agrado, si me permitió agregar algo que normalmente me había rondado que era el papel de los padres en la educación de los hijos (si, ya se, un psicoanalista se haría rico conmigo). Realmente fueron muy sencillos los resultados, pero particularmente me confirmaron en mi interés por las relaciones padres-hijos, además de que posteriormente esas pequeñas cosas (nunca hay que despreciarlas) dieron pauta a un proyecto de mayor envergadura, en el cual yo ya no participé.

Ya he comentado que la “vergüenza profesional” en las clases me hizo pensar en buscar una opción de calidad para la maestría. Cuando el responsable del proyecto con el que me titulé se enteró, el se interesó suponiendo que me interesaría por las cuestiones de evaluación educativa (ya que ese proyecto se trataba en la base de eso) o por las de experimentos conductuales por computadora (ya que había colaborado brevemente en otro en convenio con FES Iztacala UNAM), en ambos casos consideraba que podría tener éxito ya que tenía los contactos y yo la experiencia. Se sorprendió enormidades cuando le dije que si estaba interesado en UNAM (desde niño era un sueño al ver el escudo de UNAM y desear estar ahí cuando fuera grande; obvio, que ese espíritu es una de mis motivaciones y orgullos) y especialmente en la Facultad de Psicología de Cd. Universitaria (sorry, pero eso para mí es estar en la quintaesencia de la Universidad) pero que mi decisión estaba en la Residencia en Terapia Familiar; también ya he comentado las razones de ello.

Su incredulidad y azoro era porque él no tenía contactos en dicha Maestría y de pilón no ayudó a su tranquilidad que yo me negara a que me dieran cartas de recomendación personas que no me conocieran, de extra realmente yo no tenía experiencia terapéutica (en teoría era clínico pero nunca me sentí seguro de llevarla a la práctica por considerar que mi conocimiento estaba muy limitado; hoy día agradezco mi inseguridad de aquellos años, por lo menos no le fregué la vida a otros ni tampoco me autoconvencí ciegamente de mi fregonería). Mi razonamiento era que prefería la tranquilidad de mi conciencia, mejor ser rechazado por quien soy no por quien pretendiera ser.

Hoy las evidencias hablan, a pesar del desgaste físico y emocional, de cuan acertado era mi pensamiento. Creo que no hay mejor forma de seguir en las creencias de uno que confirmarlas en la evidencia diaria de los éxitos que traen las mismas.

El pequeño reino de los conocimientos limitados

maestro

Alguna vez en una clase unos alumnos me comentaron acerca de algún maestro que consideraban estaba siendo repetitivo y limitado en ciertos temas que impartía en sus clases, pero además consideraban que con dichos temas se alejaban de lo que la materia en curso planteaba. Mi respuesta tajante fue: “¡está haciendo lo correcto!”. Obviamente el grupo puso el grito en el cielo, especialmente considerando la óptica sobre la cual marco mis temas de clase.

¿Qué se puede esperar de una persona que su último paciente constante lo vio en 1989?, ¿Qué su última actualización, real, como profesionista fue en licenciatura, y eso fue hace muchos años?, ¿qué su formación curricular fue de todo y por lo tanto de nada a la vez?, ¿Qué su experiencia se limita a dar “clases”, en el sentido de no hay de más?, ¿qué lo mismo dan materias de porcicultura que de neuroanatomía como de psicología de las masas?.

Pues justo lo que sucede, visiones limitadas en un contexto que ya de por si te marca limitaciones, y que además es ayudado por un discurso autosatisfactorio de superioridad ciega: “¡aquí en mi casa mando yo!”. Bien lo dice Han Yu: “Quien se siente al fondo de un pozo para contemplar el cielo lo encontrará pequeño”, puesto que sus lentes están regidos por una lógica cerrada en si misma que por supuesto hace que lo de fuera sea visto como inexistente en el mejor de los casos e inútil en el peor.

¿Qué queda al alumno? Primero empezar con tener claro que las visiones que tiene ante si no son las únicas, que puede uno como maestro optar por enfocarse en una, pero eso no impide que existan otras tantas. Segundo, no ver al maestro como omnipotente y omnisciente, si no como un guía, un mediador; y esto va en relación a no depositar todo en él si no confiar en construir su propia forma de aprendizaje, considerando lo que le es compartido. Tercero, y último, por ahora, al darle peso moral al docente eso no implica que lo antiético por constancia consideres que hace válida la replicación exacta por tu parte; ¡no inventes!, diría Sebastian Bach, “¡la mierda por más que la dores no deja de ser mierda!”.

Crecimiento profesional

Está claro que nunca hay que generalizar de manera arbitraria, pero es indudable también de que lo único de lo que podemos hablar con mayor seguridad es de lo que se ha vivido (si así es, me estoy fusilando a John Locke). Es muy fácil a toro pasado decir misa (¡vaya combinación de ideas!), por ello no soy proclive a defenestrar a aquellos que no han vivido o aprendido lo mismo que yo; dedicarme a decir “¡tú que sabes, estás muy chavo!”, “¡gente ignorante!”, etc., me parece de las cosas más inútiles de la vida.

Al igual que otros tantos, pasé mi tiempo en licenciatura adquiriendo conocimientos de la forma más cachetona posible, dándomelas de rebelde y contestatario pero no produciendo nada que fuera más allá de criticar por criticar. Al final tomé lo que me dieron sin refinarlo, simplemente lo que no me interesaba lo desechaba (creo que un resabio de eso aún permanece).

Al momento de dar clases, hoy día reconozco que acabé haciendo en la práctica lo que criticaba de algunos de mis maestros: tomar las cosas como de librito, sin salirme del guión prescrito, claro, eso sí, clamando por la pobreza de dichos conocimientos a su vez, pero no agregando nada más. Poco a poco lo fui haciendo, pero tuve que llegar al punto de aceptar mis limitaciones; por supuesto la experiencia enseña, pero eso lo guía uno, hay otros tipos de conocimientos que forzosamente necesitas la asesoría de alguien con otra experiencia, y en nuestra profesión ello está más que demostrado. El continuo contacto con los alumnos fue el principal aliciente en lo que llamo vergüenza profesional, es decir, ¿cómo podría seguirles hablando a ellos de cosas que solo veía en los libros? Si, podría hacerlo, y muchos lo han hecho, lo siguen haciendo y lo seguirán haciendo, pero en mi caso fue insoportable, hasta que tomé una decisión.

De entre las nubes de recuerdos de la licenciatura, evoqué la experiencia con una querida maestra que me impartió Entrevista Clínica, o algo por el estilo, pero el punto principal es que daba su clase bajo un modelo, el sistémico, que para mí fue toda una revelación. Escuchar sus conceptos principales y especialmente ver en la práctica como lo aplicaba ella, me demostraron que esa era la línea que me gustaría seguir. Claro está que típico en mí, no le di continuidad al primer obstáculo que me distrajo. El caso es que decidí buscar una maestría que tuviera esa acentuación, y no tuve que buscar mucho ya que en UNAM  la impartían, y eso es materia de un siguiente capítulo en esta tragicomedia.

Termino esta parte enfatizando algo que repito mucho a mis alumnos: más que formaciones buenas o malas en posgrado, hay necesidades, posibilidades e intereses en uno. En mi caso particular, un posgrado local no cumplía mis intereses y necesidades, y me era  posible irme a uno foráneo con la invaluable ayuda de mí ahora esposa. No tuvo nada que ver con considerar malos a otros posgrados, o irme a UNAM porque “vale más”, esas son estupideces con las que no pierdo tiempo.

De principio a fin

Aeropuerto de la Ciudad de México

Agradezco tanto a Interjet por ayudarme a enfrentar desde el inicio (y no postergar) el hecho ineludible de mi regreso a la avasalladora presencia de las multitudes propias del Distrito Federal. Y no es que para mi sea la muerte, puesto que los 10 años de mi infancia pasados en León me prepararon de alguna forma para algo así, eso me permitió sortear sin grandes dificultades los dos años de mi estancia en la Maestría. Pero claro está que cinco años sin probar de esas mieles y si las de Cd. Obregón y especialmente Navojoa, a cualquiera le van debilitando dichas competencias.

Primero por la compra misma del boleto de avión. Confiado en las bondades de la compra con tarjeta de crédito vía online deje pasar el tiempo y cuando quise hacerlo me tope con medidas de seguridad tan engorrosas que me hubiera llevado más tiempo del que tenía. Por lo tanto, a comprar como cualquier mortal (de otra época) de forma directa en las taquillas del aeropuerto. Para variar, y sin querer queriendo, repetí mi esquema tradicional de poner las cosas al borde, ya que adquirí el último boleto que quedaba (justo en el asiento que intenté comprar online, como cola de perro, hasta atrás).

Cómo podrán imaginar, el avión iba como chimeco, pero eso si (nomás faltaría eso) cada quién en su asiento. No hubo los típicos problemas de Aeroméxico que tanto sabor le dan a las esperas en los aeropuertos (me imagino que mucho más a sus usuarios; estoy siendo irónico, diría Homero Simpson): sobreventa (esas ofertas que hacen hasta que alguien accede bajarse, je) y exceso de carga (clásico que tus maletas llegan después de ti, pero en otro vuelo). Lo que si hubo fue retraso en la llegada y en la salida, cosa que ya nos estaba avisando como estarían las cosas al llegar.

Dicho y hecho, el vuelo fue rápido dentro de lo normal, pero la llegada a la puerta de entrada se hizo larga por la aglomeración de aviones intentando dejar pasaje y otros intentando salir, ¡vamos, como cualquier día normal en el D.F.! El remate fue la tradicional espera del equipaje en la banda correspondiente que equivale a mirar con odio a los que les toca la fortuna de irse primero, confundirte n cantidad de veces (lección nunca aprendida: ponle un distintivo a tu maleta de tal forma que sea claro para ti que es de tu propiedad) y entorpecer y ser entorpecido al sacar el equipaje.

Normalmente me hubiera ido en Metro (tacaño que es uno) pero creo que para un día de repeticiones bastardas de la misma actitud mía fue suficiente, así que opte por la lógica y el sentido común: un taxi megacaro pero cómodo. Espero que eso sea una buena premonición de lo que dejaré y de lo que haré en esta larga estancia. Mientras sólo me queda sumergirme en el vaivén de las multitudes de esta bella y contradictoria ciudad, volverme a adaptar a su cotidianidad.